Sólo quedan
30 hablantes de belsetán, un dialecto aragonés. Uno de ellos, Luis, está
empeñado en evitar que se 'sulse'
.En 40 años, ha recopilado 17.000 palabras en
un diccionario. "Alguien tenía que hacerlo y ya estamos en las
últimas", dice.
A vista de
pájaro, podría intuirse el final de algo: a pesar de la nieve, ninguna casa
lanza humo. En Espierba (Huesca), las cosas se sulsen como se apaga una cerilla
y nadie las vuelve a ver en todo su esplendor: se consumen. Ángel Luis Saludas
no sabe si su aldea se va a sulsir o no porque hay cuestiones que es mejor no
plantearse a menudo, pero tiene una sospecha: «Va por ese camino».
Lo mismo
ocurre con el belsetán, el dialecto del aragonés que se habla en este valle.
Corre riesgo de sulsirse. Para perpetuarlo, el pastor de Espierba empezó a escribir
hace más de 40 años el que podría ser el primer y último diccionario de
belsetán.
No debería ser difícil encontrar a Ángel Luis en Espierba Alto porque
vive en la única casa permanentemente abierta, pero está rodeada de pinos. Son
tantos y tan altos que ni siquiera se puede ver el campanario de la iglesia y
resulta casi imposible encontrarle al amanecer, antes de que encienda la lumbre
y el humo salga por la chimenea marcando el lugar en el que todavía está la
vida.
Escucho los cencerros y sigo a las cabras que se dispersan por una loma,
paralizadas, como si fueran de mentira. El pastor no está con ellas. El sol
sube y sube, no hay humo, el frío cambia pero no arrecia: lo que cae ahora es
una nieve fina y Ángel Luis sigue sin aparecer. El valle ya tiene todos sus
tonos y texturas. El otoño está a punto de terminar y el ambiente tiene algo de
los melocotones. Por lo menos, su color, que se mezcla con el verde del valle y
con el blanco de la nieve que ha dormido en Monte Perdido.
Al fin comienza a
emerger una figura a lo lejos y se aproxima -la cabeza gacha, llena de
tirabuzones, y los pies enérgicos- empujando una carretilla. Ángel Luis
traslada la leña a la casa en la que su madre le espera para encender la
lumbre.
Lo suyo es
que hubiera filólogos que hubieran hecho su trabajo, es lo normal, pero aquí no
se hizo nada-lamenta Ángel Luis cuando los copos de nieve empiezan a
engancharse en sus tirabuzones-. La Universidad de Zaragoza tampoco se ha
lucido. Más bien venían extranjeros o gente de Barcelona. Digo: si no hago yo
algo, aquí nadie hace nada y así fui mirando de recoger palabras.
El pastor
calcula que hoy sólo quedan unos treinta hablantes del belsetán. Cualquiera que
hable castellano o catalán puede entenderlo. No obstante, su singularidad le ha
permitido a Ángel Luis atesorar más de 17.000 palabras hasta la fecha. Lo que
hace ahora, cuando las cabras, las vacas, las ovejas y la leña le dejan un rato
libre, es recuperar expresiones propias de la zona, mientras aprende catalán,
gascón y euskera para entender cómo se formó su dialecto: «Conforme vas
conociendo cómo se montan las lenguas, ves la frescura que tienen....es algo
muy majo».
Espierba, en el municipio de Bielsa, es una pequeña aldea oscense
que se desparrama por el valle de Pineta a base de casas cerradas. Según
Generosa, la extensión es «como la de Barcelona, aunque está todo muy
esparcido». Espierba se divide en dos barrios: Espierba Alto y Espierba Bajo.
Si fuerza la memoria, Ángel Luis puede recordar un par de casas abiertas en la
zona baja. Si piensa en la zona alta, lo tiene claro: sólo él y su madre viven
aquí todo el año.
Aquí, una persona puede sentir maliconia, un malestar físico
que nada tiene que ver con la melancolía. Hay un perro que viene desde otro
pueblo a buscar a la perra del pastor aunque ella no quiera. Es un carnuz, que
sirve para nombrar a los pesados y a los muertos. Aquí, las crapas, cuando el
pastor las recoge para que no paran a la intemperie cerca de una loba, para
salvar la vida a los cabritos antes de que nazcan, balan como recién llegadas
del averno al verse encerradas en el Land Rover de Ángel Luis. Aquí, pisar mal
puede llevar al caminante a trepizar, comenzar a tambalearse dando redolons y
esbolutarse cuesta abajo como quien hace croquetas.
En el fondo, Ángel Luis
sabe que a esas palabras que usa a diario les queda poca vida. Soltero y sin
hijos, el pastor de Espierba ha encontrado en el diccionario la manera de
perpetuarse y de difundir su dialecto a los pies de Monte Perdido.
Pero que lo
hago casi por obligación, porque aquí no ha habido nadie que estudie la lengua
aragonesa. Es una vergüenza. ¿Cuánto hace que se empezó con eso que llaman
democracia? Aquí en Aragón todavía no han hecho nada serio. Ahora a nivel
social ya un poco casi, pero llegan un poco tarde porque el aragonés está ya
hecho una mierda. Nos han tratau como si fuéramos analfabetos, asquerosamente.
Alguien tenía que hacerlo y estamos ya en las últimas.
Primero llegó la carretera,
luego los trabajadores de la explotación hidroeléctrica y, con ellos, el
castellano y la escuela. Cada vez más vejado, el belsetán comenzó a agonizar en
los años 30 del siglo pasado; primero lentamente y después rápido y a la
fuerza: les convencieron de que su dialecto era de paletos y se lo creyeron.
Entre los habitantes del valle de Pineta no había arraigado la idea de que
aquellas palabras que les servían para pensar, para vender y comprar ovejas,
para reír y para pedir permiso antes del baile, merecían la consideración de
lengua. Por eso cada uno lo llamaba como quería, en función de su aldea. En
Espierba, al belsetán lo llamaban esperbán y Generosa, la madre de Ángel Luis,
todavía se niega a llamarlo de otra manera. Para los de fuera, eso era «hablar
pueblo». La división era fuerte en la nomenclatura y así las cosas se rompen
sin esfuerzo.
El franquismo sólo fue la puntilla, pero el retroceso del
aragonés viene de muy lejos, de siglos. Ya metiéndose el castellano en las
clases más cultas crean como un espejo y la gente dice: si los duques y los
condes y los médicos hablan esto, al final habrá que hacerlo. Con el catalán no
pasó tanto porque los curas predicaban en catalán, y ahí ya tienes un referente
culto que aquí no hubo.
Además de escribir el primer diccionario de belsetán,
Ángel Luis es coautor del libro Aspectos morfosintácticos del belsetán.
Utilizar el ordenador no entra en sus planes, aunque haya mecanografiado miles
de palabras y sus definiciones. Se aburre en internet y echa en falta la ayuda
de alguien que le oriente, que le diga «haz esto, haz lo otro». Desde que
descubrió que olvida con rapidez todo lo que aprende ante el ordenador, cada
vez que se plantea encenderlo, recurre al método tradicional: «Cojo un
bolígrafo, escribo lo que tenga que escribir y que le den por culo al
ordenador... Y no es complicau. Pero a mano anda que no es práctico. Con el
ordenador una vez, pues menudo jaleo pa meter una letra, pa escribir una mierda
que en medio segundo la escribo a mano. Yo no digo que esto no, que también.
Pero es como hacer cuentas con la calculadora: que trabaje la capeza.
AQUÍ MORIRÁ.
Las orugas de la procesionaria siempre recorrerán el mismo camino y no se
saldrán del hilo de seda que ellas mismas van marcando. Aunque estén a punto de
morir de hambre, de sed o de frío. Ángel Luis es como ellas. Nació en esta casa
el 26 de abril de 1960 y aquí tiene previsto morir.
-El Mediterráneo no lo he
visto en mi puta vida -dice Ángel Luis mientras conduce su Land Rover, de
camino al monte. Vamos a comprobar que las vacas siguen donde las dejó y a
recoger a las cabras preñadas: si paren en el monte antes de que el pastor las
devuelva al redil, una loba, que merodea por el monte en busca de cabritos, se
comerá los recién nacidos.
Un año estuvo en Zaragoza, en el instituto, pero el
regreso al pueblo era cada vez más agotador. Su aldea era tan inaccesible que
hasta hace una década él mismo retiraba la nieve de la carretera por si venía
alguien. Con la universidad, aunque lo intentó a distancia, le pasó lo mismo:
estuvo matriculado en la UNED, pero acudir a la sede más próxima se le hizo un
mundo y lo dejó al año. Ni siquiera le gustaba lo que estudiaba: Filosofía y
Ciencias de la Educación. «Una cosa muy rara», asegura. En ese momento, sus
padres se quedaron solos en el pueblo y decidió regresar para siempre.
-Es un
tonto que no ha espabilau -dice Generosa, que acaba de terminar de encender el
fuego, de cortar cebolla y al fin se sienta junto a su hijo. Le mira de reojo,
con los ojos pillos y la sonrisa pequeña, fruncida en un esfuerzo por que su
tono siga pareciendo un reproche-. Yo le digo que se vaya a otra parte donde
viva mejor; que no vive.
Pero a Ángel Luis le da igual lo que diga su madre y
va a seguir aquí. Si ha decidido no moverse de Espierba no es porque no haya
conocido otro lugar. Ya salió de aquí para estudiar y fue entonces cuando
decidió que volvería a su aldea, que la cerraría el mismo el día de su muerte y
que nadie le iba a convencer de lo contrario. Cuando llegó, empezó a frecuentar
a ancianos de la zona en busca de palabras.
Seguir aquí
le ha permitido, por ejemplo, aparecer en el cine de manera casi accidental. La
adaptación cinematográfica de Palmeras en la nieve se terminó de rodar en
Espierba. Generosa recuerda las calles llenas de «mangueras» durante el rodaje
y, sobre todo, el cambio de look de su hijo, al que le cortaron sus tirabuzones
para que apareciera en una escena de la película.
-Nada, amén creo que dije.
Salía en una escena de un entierro.
-Y te santiguaste, di que sí -aclara
Generosa con orgullo.
-Sí, lo repetimos mil veces.
La vida de Ángel Luis está
marcada por las repeticiones: las estaciones y el sol marcan sus tareas. Por
eso, no necesita agenda ni reloj. En invierno alimenta a su rebaño con el heno
que acumula durante el verano. En primavera, dice, es cuando más está «con el
palo». En verano está menos solo: algunas casas vuelven a abrirse. Las
cuestiones mensuales pueden concretarse en función de una combinación del
santoral y la climatología. Con el sol mide los días, pero si hubiera que
precisar, podría calcular los momentos más cortos de la vida en latidos.
-No me
siento solo. Ya te acostumbras. Si te meten a ti ahora así de golpe igual te
mueres de pena. Si hubiera alguno más, mejor. Siempre te alegra ver alguna casa
abierta, y eso que aquí estamos uno aquí y otro allá.
Generosa recuerda con
cariño y orgullo el día que descubrió que, a su hijo, un lazo invisible le ata
a esta tierra y a este trabajo. «Aquel día le diste una lección a tu padre», le
dice.
Su padre llegó a casa desesperado, después de tres días buscando su
rebaño. Ángel Luis era sólo un niño que no contaba con los referentes naturales
ni artificiales para orientarse cuando su padre le pidió si podía intentarlo él
después de comer. No quiso esperar y, en cuanto su madre le dio la espalda,
salió corriendo. La madre intentó retenerlo a gritos, pero cuando ella llegó a
la puerta, el niño ya estaba demasiado lejos. Al rato, aparecieron las ovejas
y, tras ellas, un pequeño héroe, un pastor precoz y satisfecho que acababa de
afianzar su lugar en el mundo.
-Esto era to
pradera, pero plantaron pinos y era el tiempo ese de los pantanos y Franco y
ande pasaba con las uellas la chent les clavaren els pins i a aturarlos. Yo no
sé ese amargor, ¿eh? Tot de pins. Eran unos salvajes. O igual pa sacar a la
chent del lugar. La filosofía de toa esta gente, si al final ves lo que hacen,
to está hecho pal de la ciudad, pa que venga a disfrutar aquí. Nosotros, el
último animal. A nosotros que nos den por saco: cuatro indios menos, mejor.
Está hecho a mala hostia.
A Ángel Luis y a Generosa la ingente cantidad de
pinos y la forma en la que las acículas se aprietan y esconden el paisaje les
molesta porque esos pinos les parecen unos molestos invasores que ni siquiera
nacieron aquí.
-Pero, ¿y qué pretenden con eso? Lo de las ayudas de la PAC,
otro rollo igual-lamenta Ángel Luis-. No invierten ese dinero como Dios manda,
está hecho pa grandes, pa duques y condes. Luego, papeles pa todo, que vale
casi más el viaje que el cordero.
Dice Generosa que a su hijo lo mismo le da
dejar la puerta abierta que cerrada, pero que las cosas cambian y que ahora
están «seguros como agua en una cesta». Para ella, lo peor de ser los últimos
vecinos de la aldea es la soledad en invierno, que alguna vez la ha llevado a
pensar, rodeada de nieve, en la muerte de su hijo.
Un día de invierno se vio
sola, esperándole y apartando la nieve mientras él trabajaba en unos campos
lejanos y fue entonces cuando se sintió inútil y se dijo: «¿Pa qué paleas, si
Ángel Luis estará ya muerto? ¿Pa qué paleo?». Cuando se le revelan tales
preocupaciones es cuando se enfada con su hijo porque no entiende que siga
aquí. Se lo pregunta a menudo: «¿Por qué le gustará vivir aquí entonces?» Y
tiene una respuesta:
-Porque es un tonto. Él es un tonto y yo otra tonta. Tol
mundo mira de ganarse la vida lo más fácil posible y nosotros no nos ganamos
fácilmente la vida.
Sentado en una silla de la cocina, tras recoger a las
cabras, Ángel Luis escucha a su madre con la sonrisa socarrona de los
incomprendidos y le dice:
-¿Y cómo sabe uno si está mejor? Esto es como ser un
buixo, un boj. Aquí, por lo menos, tengo mi lengua. Fuera de aquí estoy
desplazau. Eso es lo primero.
La sonrisa que le devuelve Generosa es la de
quien ya intuía lo que iba a responder su hijo y también la de quien sabe que
en cualquier lugar, cualquier persona, encontrará razones para querer
marcharse: «¿Dónde irás, buey, que no ladres?», le dice, mientras le acaricia
con los ojos pequeños.
Sabe que nadie, ni siquiera ella, logrará arrancarle de
aquí.*
Virginia
Mendoza acaba de publicar 'Quién te cerrará los ojos' (Libros del KO).
Reportaje fotográfico Tamara Marbán Gil
Virginia Mendoza
Fuente:
elmundo.es