He obedecido la buena norma que me enseñaron de chico: cuando estés muy enfadado, cuenta hasta cien. Y hasta cien veces cien he estado contando, tras el espectáculo dado en toda España (también leo medios lejanos y me escriben muchos desde el extranjero) con la negación del mero nombre de dos de nuestras lenguas. Hemos sido la risa, el asombro, la indignación, más aún dentro que fuera. Aquí, seguimos estupefactos, porque nunca el surrealismo político, tan propio de esta tierra, había llegado tan lejos.
Ya se esperaba, no algo así, inimaginable hasta ese momento, pero sí carpetazos, pucherazos, cierres en falso a un asunto que llevaba demasiados años pudriéndose a la espera de una sanción, Ley de Lenguas la llamaron. Y ahora, cuando las protestas se han producido, aunque con moderadas y educadas formas, en las zonas en que se habla el aragonés o el catalán, cuando Cataluña ha protestado de la befa y escarnio a su idioma, compartido aquí y en otros sitios, cuando hasta el ministro
Wert ha dejado en evidencia a la consejera
Serrat, catalana de nación, por haber impulsado, apoyado, legislado, en ese infame sentido, quizá haya que preguntarse por qué ha ocurrido todo esto.
Porque parece demasiado fuerte que haya ido saliendo así, como sin darse cuenta, escapando a realidades temidas y odiadas, huyendo, como los alemanes al final de su guerra mundial segunda, hacia no se sabe dónde. Tuvo que haber un geniecillo ideando esta propuesta tan absurda, alguien que la ofreció como solución a sus jefes, esperando fuera premiada su osadía. No ha trascendido, y debe de estar escondido, esperando que amaine la tormenta, pero haberlo, lo tuvo que haber. Como las brujas.
En el análisis debe haber dos partes: una, el aragonés, viejo idioma ahora reducido a los grandes valles del Pirineo, y revitalizado por jóvenes que escudriñan sobre ese curioso y hermoso pasado. Idioma que floreció en la Baja Edad media, con importantes estudiosos, autores, traductores, hasta que la unificación peninsular tan torpe en algunos aspectos, liderada por Fernando el Católico, hizo entrar en crisis la lengua propia, en favor de la castellana. Aun así, medio milenio después, resistían, gracias a las largas nevadas y aislamientos, muchos hablantes. Sólo las nuevas comunicaciones, la radio y televisión, y muchos políticos que odiaron siempre (y temieron) esta pequeña fabla, la han puesto en peligro. Y así, quienes defienden el rebeco, el oso pirenaico, el quebrantahuesos, las ermitas románicas en ruinas, no entienden que una lengua sólo se salva si se habla, lee, escribe, enseña. Si no, será otro latín, que ya no lo saben ni muchos curas, sánscrito puro.
El caso del catalán, que así se llama, señores diputados ultraconservadores, el idioma hablado en tierras aragonesas orientales, es más complicado. Incluso muchas gentes, sobre todo los votantes de esos dos partidos impulsores de la estólida norma, han defendido siempre que lo que ellos hablan, con lo que se entienden perfectamente con catalanes, valencianos, baleáricos, no es catalán, sino "chapurriau", es decir, o catalán mal hablado, muy mezclado con castellano y vocabularios propios; o bien un dialecto, como todos los demás, del ampurdanés y el tortosí al alicantino o el ibicenco, pero que los de aquí prefieren denominar con ese feo insulto: chapurriau. Se repite el caso de Valencia, donde el PP ha impuesto, hasta con sanciones, y contra el parecer de la mayoría de filólogos y humanistas de sus universidades, que ellos hablan valenciano, no catalán. Y con unas pocas palabras diferentes, edifican toda una parafernalia indefendible.
Que los políticos que nos gobiernan, los del PP, actúen como los valencianos, tiene su explicación: prefieren hurtar lengua y cultura comunes con Cataluña, no vaya ésta, tras sus conatos independentistas (que acabarán cuajando, no ahora porque Mas no lo puede hacer peor, pero algún día, porque el PP tampoco puede casi estropearlo más), a reclamar las tierras y gentes que pertenecen, dicen, a "elsPaïsoscatalans", como hizo D'Annunzzio con su Italia irredenta, echando leña al fuego fascista. Pero que este despropósito sea apoyado por las gentes del PAR, un partido en cuyas siglas y definición figura el aragonesismo, resulta disparatado, absurdo. Claro que llevan ya demasiados lustros lucrando el poder como pequeño pero decisivo eslabón a derecha o izquierda, según convenga, y comportándose como un perfecto partido de clientelismo en cargos por todo el territorio y sus comarcas, pragmáticos hasta perder prácticamente toda ideología. Y en ese camino se dejan lo que haga falta, aunque también cobran cara la piel en otros asuntos.
Algún día, cuando tenía tratos con un excelente puñado de esos aragonesistas, ya todos hoy alejados o marginados por el aparato parista, les señalé la necesidad, de una parte, de apoyarse en grandes precursores del aragonesismo conservador: valía más que se molestasen en ello, que no que nos dejasen a los de izquierdas esa tarea. Y, por otra parte, aunque es casi un corolario de lo anterior, me dije que era tremendo llevar 40 años trabajando sin saberlo ni quererlo para un partido tan conservador (en muchas cosas ha escorado a serlo tanto o más que el PP), ya que mis estudios y ediciones, sumados a un electorado altamente conservador, daba un porcentaje, no muy alto, pero suficiente, de votos para el PAR. Un partido capaz de apoyar, si es que no salió de sus filas la "ideica", la infamia de negarle a dos de nuestras lenguas incluso su nombre común.
Eloy Fernández Clemente
Catedrático. Universidad de Zaragoza
Fuente: www.elperiodicodearagon.com